martes, 16 de septiembre de 2008

Argumentación I: las "ventajas" de vivir en Baires


Buenos Aires, septiembre de 2008




Ale:



Se que estás considerando seriamente vivir en esta gran ciudad, por ello te escribo estas líneas.



En principio, te resultará genial cómo los niños pueden estar jugando en las calles solos, sin sus padres, entre peligrosos pero agradecidos automóviles mercedes-benz y BMW.
Luego, verás cuán amable y solidarios somos cuando estos niños se vean levemente comprometidos a pedir comida y todos asistiremos cordialmente al pedido.
Los locales de comida rápida que vos conocés son los que más se preocupan: en lugar de tirar lo que sobra con el resto de la basura, ponen lo comestible en bolsitas de colores, ¡¿no es grandioso?!
Creo que las empresas de tu país son las más comprometidas. Hasta le dan trabajo a los chicos que todavía no terminaron el colegio, los tienen en negro (así cobran más, como cuatro pesos por hora) ¡y encima les dan una hamburguesa y un vaso de coca de almuerzo!

Otro aspecto que te encantará es nuestra calidez humana, más aún en los medios de transporte. Viajamos todos juntitos y apretados, lo cual es ideal en invierno.
En verano, en cambio, viajamos colgados afuera así nos da el vientito por la velocidad, tanto en tren como en colectivo.
Una ventaja importante si andás en auto, es que podrás cometer infracciones sin tener que pagar elevadas multas. Sólo bastará con ofrecerle discretamente al policía una módica suma de dinero y te librará de tan costosa situación; ¡ya ves qué simpáticos somos todos acá!

Finalmente, notarás que nosotros no ahorramos el agua como otros países, principalmente aquellos que visitaste en Europa. Podrás lavar el auto, la ropa, los platos, bañarte dos veces por día y cepillarte los dientes con la canilla abierta, que pagarás alrededor de 5 dólares por mes.
Así como con el gas, los transportes públicos y tantas otras cosas con las que se endeuda el Estado por nosotros. Por suerte tenemos unos políticos geniales que actúan en el presente y piensan en el futuro. Como dice el idóneo jefe de gobierno: ¡va a estar bueno Buenos Aires!

Me voy despidiendo, creo que te di motivos de sobra para que vengas a respirarlos.

Abrazo,


Vanesa



Pd: Espero que te guste la foto, la tomé en Palermo Soho.


miércoles, 27 de agosto de 2008

Crónica de viaje: El tren patagónico





Atardecía en aquel pueblo que poco sabe de mapas. Las mochilas eternas pedían más caminos. No así nuestras espaldas poco acostumbradas.
El polvo se las ingeniaba para llegar y ubicarse en lo más recóndito de nuestros párpados y fosas nasales, hasta terminar quién sabe cómo en una desagradable y homogénea pasta debajo de las lenguas, con sabor a tierra mojada.
Caminamos una, dos o quizá cuatro o cinco cuadras. Es difícil precisar “cuadras” en un pueblo donde todavía los chicos juegan solos en la plaza, porque en frente yace la comisaría, el correo, la iglesia, la municipalidad y todo aquello que se construía primero en las fundaciones de antaño.
Marchamos sobre nuestros pies para despedirnos y despedirme del lugar que me acogió cual refugio tres veranos consecutivos. El saber que no volvería y los dos grados bajo cero me hicieron ver más allá de los churros con arena y las sombrillas voladoras. Allí, por primera vez, vi a San Antonio Oeste desnudo de miradas ajenas y vorágines turistas: las casas de adobe; los barcos, alguna vez sinónimo de prosperidad, ahora estancados y percudidos por el salitre; el chillido infalible de las puertas y ventanas; las caras geométricas; los ojos húmedos; las pieles rojizas; mezcla rara de melancolía y profunda admiración. El invierno no era lo mismo en una zona portuaria de fama por su balneario de cálidas aguas patagónicas. Las Grutas era cementerio de conchas y caracolas fosilizadas, teñido de una bruma fría, densa y solitaria.
Se acercaba la ansiada hora como así la estación de tren. Quinientos pasos: una señora de avanzada edad y lastimosas arrugas nos convidó agua de la manguera para regar. Doscientos y unos perros escuálidos de hambruna nos dan el último envión para llegar.
Cien. La estación se alza, antigua pero brillante, sobre la última colina.
Ingresamos y dejamos el equipaje: dos mochilas de campamento, dos escolares y dos camperas. La cámara, el grabador y el anotador no se separaban de mí casi nunca. El termo y el mate, a resguardo de Magalí Watson, mi compañera de ruta.

- Un boleto para Sierra, por favor.
- $14, don.
- ¿Quedan para Menucos?
- Sí, diga.
- Entonces que sean dos.

Lejos de mi ilusa creencia, los viajeros del tren distaban mucho de ser rubios altos con acento extranjero. Para mi gran sorpresa y desilusión, los únicos turistas, los raros de ropas multicolores y miradas excéntricas, casi ingenuas, éramos nosotras dos.
¿Quién sacaría dos pasajes con tres días de anticipación en un tren que recorre la línea sur con destino final Bariloche? ¿Acaso dos turistas sacarían un boleto clase económica por la módica suma de veintinueve pesos? ¿Parecíamos rionegrinas que, sin siquiera pedirnos el documento de identidad, nos vendieron pasajes con descuentos para locales?
Salía y regresaba de mí todo el tiempo. Me hacía y respondía preguntas sin una verdadera respuesta. Todo lo que creía conocer resultaba desconocido; lo predecible, impredecible; lo que pensaba encontrar estaba perdido; lo que creía ser no lo era; lo que quería ver en otros, lo vi tristemente en mí.
¡Qué inútil humillación! Siempre criticando a ese placentero y reconocido niño en cuerpo de adulto, al que exprimen y depositan frente al monumento histórico y ante lo que no se tiene que dejar de ver si se visita ésta o aquella ciudad… éste, simplemente, era yo.
Dejé la cámara y el grabador. Corrí al baño, lavé mi cara y la sequé con mi remera blanca, dejando marcada allí a esa que no volvería a ser jamás.
Me reincorporé. Mis ideas estaban cual piñata a punto de reventar, llena de dulces y mentiras que hacían feliz a quien las recibiera.
Mi anotador, afortunadamente, había resistido al despojo. Vacié mi mente de prejuicios y pensamientos rápidamente antes que hicieran implosión: garabatos, dibujos y grafías ilegibles se derramaron en el papel como la lava de un volcán. Arranqué la hoja para que nadie, ni siquiera yo misma la leyera.
Las punzantes lanzas negras marcaron el número romano diez en un reloj antiquísimo del tamaño de una pelota de básquet.
Nos miramos. La sonrisa delataba al corazón; los nervios ahondaban el nudo en el estómago y otra vez éramos solo dos.
Un señor de avanzada edad que yacía sentado de espaldas al andén apenas se inmutó. Su sombrero marrón de duros cueros caía sobre la ceja izquierda, que enmarcaba con precisión su mirada, perdida en el horizonte. Casi no pestañeó durante la espera, ni cuando hicieron sonar la campana, ni cuando llegara…

- ¡Ahí viene el tren! –predijo un niño sin despertar la atención de sus padres.

Me acerqué al andén y no había noticias.
El viejo seguía con su mirada fija y fría, al contrario de su pesar. Llevaba camisa y pantalones. Los mismos con los que trabajó su campo que no es suyo, con los que soñó una tierra para sus nietos, con los que contrajo una artrosis irrevocable.
Claro que todo esto lo sabría horas más tarde, cuando decidí romper el silencio que hacía maleable el aire; aquel silencio del que sabe esperar, o de quien ya nada espera.

Una bocina inconfundible y un ruido de locomotoras interrumpieron mis pensamientos.

- ¡Vieron que ahí venía! –Reprochó el nene.

Me asombró su certeza. -Será que estas personas tienen un sexto sentido- pensé. Quizás era cierto aquello que me habían contado y me negaba a creer, aquel cuento de que los pueblerinos se despertaban a cualquier hora de la madrugada para ver pasar el tren porque era más que eso: un halo proveniente de otro mundo, con gente totalmente extraña que estaría dispuesta a cambiar un saludo y, con suerte, unas palabras si el tren decidiera detenerse en esos recónditos lugares salteados por los cartógrafos. Pueblos lejanos, incomunicados, marginados de la gran aldea mundializadora, con economías de subsistencia, con poco trabajo, con tantas tierras y tanto despojo, con tanta belleza aparente y tanta maldad de trasfondo.

Todo aquello que había investigado me hacía imaginar una y otra vez el viaje, aunque ya había errado en las primeras impresiones.

Veintidós y veinte. El gigante de trocha ancha salido de Viedma arribaba con poco atraso. Desfile de vagones Pullman, Restaurant y por último Turista. No uno ni dos, sino tres de éste. Agraciadamente no viajaríamos solas, ni mal acompañadas.
O eso creíamos.

El vagón superaba su capacidad máxima. No, no se debía a las vacaciones de invierno que comenzaban en Buenos Aires. (De hecho, éstas finalizaban en la Patagonia)
Ya había disipado para ese momento toda hipótesis de turismo. La clase turista, paradójicamente, no llevaba turistas.
Los asientos (mal) numerados, constaban de sillones con capacidad para tres personas cada uno. Las maletas debían caber en el portaequipajes ubicado encima de los sillones, que alojaban provisoriamente a huéspedes furtivos.
Los eventuales inconvenientes no dieron tregua: personas mal ubicadas, bolsos apretujados entre valijas descomunales y niños recostados ocupando tres cuartos de nuestros respectivos lugares.
Luego de acomodar nuestras mochilas nos ubicamos sin mayores dificultades.
Un joven con voz particular parecía el coordinador de un viaje de egresados. –Éste es porteño. Predijimos.
Cedió su asiento y en pocos minutos lo teníamos enfrente explicando su situación.
Si era porteño. O de ningún lugar, o de todos. Autodefinido como anarquista, apodado como “Sid”, el extraño personaje y los suyos nos acompañarían a lo largo y a lo ancho de nuestra travesía. Las causas y el fin, en el fondo, eran los mismos.
Enseguida supimos entender que pasaba: los niños de hasta tres años no pagan pasaje. Quedaban dos opciones: o había muchos de éstos, o sus débiles y desnutridos cuerpitos mentirían tener un par de años menos que los que sus documentos evidenciaran.

El calor de la calefacción sofocaba los cuerpos. En un lugar como este -pienso- es mejor sufrir calor que frío. En otras épocas, nos comentan, se rompe la calefacción y “el tren se convierte en una carpa con mantas y bolsas de dormir que no sabés de dónde salen, y ni hablar si el tren se para, porque el atraso que llevamos, nena, no es nada: hay viajes donde se para cuatro, cinco, hasta doce horas. ¡Una vez descarriló, nena! No nos matamos de milagro…”

La emoción y las ansias no coincidían con el cansancio de nuestros cuerpos. Así que nos levantamos y fuimos a recorrer el tren. La imagen iba cambiando como escenas de una película, quizá similar a la que estaban proyectando en ese mismo instante dentro del primer vagón: la sala de cine.
Ya en el restaurante se divisaban otras caras y, junto a ellas, otras realidades. Aquel aire mezclado con aromas elegantes y perfumes importados no coincidía con los improvisados sándwich de milanesa y mortadela de los últimos vagones. La atmósfera de murmullo constante y del simple compartir fue abruptamente cortada por sutiles ademanes y voces silenciosas. Eran los dueños de los automóviles que descansaban en la bodega del tren, ésos que dormían cómodamente en los camarotes, aquellos que iban a esquiar con sus cámaras digitales, computadoras portátiles y celulares de última generación para conectarse a Internet desde la cúspide del cerro Catedral en alguna confitería que, de todos modos, tendría WI-FI.
Bastó caminar dos vagones, abrir y cerrar cuatro puertas y sufrir dos veces el frío desacondicionado del exterior para cambiar de escenario.
Ya los nenes no se disputaban un pedacito de sillón, ni un retazo de frazada, ni un mordisco de comida. Allí no se veía compartir una botellita de agua del pico, ni sufrir sueño, hambre o aburrimiento. Las caritas no se veían sucias ni oscuras. En esta otra realidad pude ver lo que había imaginado estaciones atrás: ojos color del cielo, pieles pálidas, cabellos largos, claros y lacios. El turismo allí estaba, presente en las camionetas todo terreno, en las comodidades, en las facciones, en la abundancia y en las grandes sonrisas desafiantes y forzadas de los que allí cenaban cerca de las 23 hs., horario en el cual cerraba el turno, que aproximadamente daba lugar para que cenen unas 90 personas, número que encajaba con el lugar disponible conjuntamente en los camarotes y primera clase.
Cenamos con el gusto amargo de los precios, del humor insidioso del mesero y de los remilgos de los demás comensales. Acaso no dábamos con el target del lugar o, simplemente, no éramos dignas de cenar allí por el valor de nuestro pasaje. Claro que esto no podían saberlo, así que seguimos con nuestro sencillo, apurado y poco protocolar cometido; la función de medianoche, según las buenas lenguas, era tan puntual como un reloj suizo con cuarzo cristal.

Un hálito de paz recorrió el vagón y las luces aminoraron la visión. Las voces se consumían lentamente y la tranquilidad reinaba. Miré a mi alrededor y la situación era tan impactante como triste: condiciones infrahumanas de viaje, basura por doquier, chicos durmiendo en el piso, ruido de pancitas vacías. Pero lo más lamentable acontecía a dos vagones de distancia. La situación era la inversa; la brecha de la desigualdad crecía a medida que avanzábamos y se hacía, a cada kilómetro, más imposible de frenarla. Así es como debe andar el mundo allá afuera, a dos mil y a diez mil leguas de distancia. El tren resultaba un perfecto reflejo en pequeña escala, tan dependiente como el combustible que lo hacía funcionar, perteneciente a esas mismas tierras pero aprovechados por los de afuera.

El convoy se detuvo en Ramos Mexía y unos pocos se despabilaron. Entre ellos me encontraba yo, revisando el paisaje, en busca y evasión de leyendas rurales, luces malas y lloronas con vestidos blancos.
Enormes extensiones de tierras y estepa patagónica con vegetación perenne se repetía cuadro a cuadro.
El alto valle se extiende hasta Clemente Onelli, donde comienzan las ondulaciones y pequeños cerros, llegando a Comallo, la tierra del ladrillo. Tierra de nadie, o tierra ajena. De cualquier manera, nunca nuestra.
Busqué alguna excusa convincente para justificar la molestia de pararme y salir, victoriosa, por el pasillo. La odisea del trayecto fue aún mayor: conseguir no pisar a nadie y esquivar quien sabe qué o quien, fue mi preocupación de turno. Los baños estaban en la peor de las condiciones posibles, puesto que decidí invadir toilettes ajenos.
Crucé el restaurante evadiendo miradas delatoras y posibles cuestionamientos de mi presencia en esos lugares, a los que no podría responder y terminaría por volver a mi puesto, sin evacuar dudas, ni vejigas.
El termostato del cuerpo debería estar a alturas cercanas a provocar el derrame de mercurio en otras condiciones físicas; en este caso solo explotaron los vasos sanguíneos de mi cara completa y sentí el temor similar al de un cazador furtivo ante el fragor de un grito.
“No estoy robando, vergüenza es robar.” Entonces, en mis esfuerzos por calmarme, la puerta que permitía el acceso a la parte VIP del tren, estaba celosamente cerrada.
Con mucha bronca exclamé en voz alta que nuestras puertas estaban abiertas, pero claro ¿Quién querría ir allí?

El sol despuntaba y los párpados comenzaban a separarse. La noche había sido larga y los cuerpos dolidos delataban la incomodidad de buscar mil posiciones distintas hasta quedar dormidos.
La luz del alba nos regaló una vista maravillosa: los cerros comenzaban a desfilar alrededor de finos y congelados hilos de agua.
Llegamos a Pilcaniyeu, última parada antes del destino final.
Pequeños ranchos se divisaban a lo lejos y manitos contentas se agitaban. Lo que deseaba constatar allí estaba: dos o tres personas en las puertas de cuatro y cinco casas viéndonos pasar. Entonces bajamos. Aunque la parada era rápida y amenazaban con dejarnos, bajamos. Hablamos con la gente, los abrazamos. Nos fotografiamos junto a ellos. No paraban de alagar a su pueblo y sentirse orgullosos de ello. No parecían recordar que sus tierras eran, impunemente, propiedad de Benetton; tampoco pude precisar en pocos segundos que creían, o que les hacían creer. No pude, o no quise escuchar que era lo único que les quedaba, que si sabía de una solución, pues que la diga.
Miles y miles de kilómetros cercados y otra vez cualquiera las posee, menos ellos. Y nos muestran el convento, donde dejan a sus hijos en la semana para comer y estudiar, ya que ellos trabajan en tierras muy alejadas del pueblo y no los pueden mandar todos los días, ni alimentarlos a diario.
Me despido y maldigo los tiempos de, nuevamente, una empresa privada: Tren Patagónico S.A., otra de las tantas que predican con la palabra pero en los hechos aporta a la desigualdad y aboga por los beneficios propios; alegando en una mediocre página Web beneficios inexistentes, tiempos irreales, información desactualizada y promesas a medio cumplir.
Tres y media de la tarde. El Patagónico más austral del globo arriba a San Carlos de Bariloche con un atraso propio de la ubicación geográfica relativa y tercermundista.
Es el principio del fin. Nuestras vacaciones allí comienzan pero el viaje y las obligaciones allí terminaban. Dejamos la estación con esperanzas y melancolía. Todavía quedaba mucho por recorrer y las mochilas ya no pesaban tanto. Nos despedimos del tren y de su gente. Personas de paso en nuestras vidas pero que dejaron una marca imborrable.

Esa es la filosofía del viaje. Aunque cueste. Ese desapego a personas, paisajes, lugares y experiencias cuesta, y mucho. Así como se logra amarlos, hay que entender que se tienen distintos caminos, que por un instante y fortuitamente se tocaron, pero enseguida huyeron tangencialmente. Como el mar huraño que dejamos solo horas atrás, pero que parece una eternidad. Así son los caminantes, trotamundos y viajeros. Así seré yo cuando aprenda el arte de viajar, que, como todo arte, se aprende a partir de la experiencia y, en el fondo, con algo de talento e inspiración.

Cuestiones aquí apenas esbozadas merecen un profundo análisis y una investigación a la altura. Un viaje que había sido pensado, en un principio, como de aventura, de comunicación y de intercambio, resultó ser el germen para futuras investigaciones personales y el disparador hacia problemáticas que ahondan en la cuestión social de nuestro país.
Entendemos que el paisaje y los lugares visitados son el resultado de las relaciones que se plantean dentro de la sociedad y en relación al entorno. Este viaje nos muestra lo que existe y lo que no, las presencias y ausencias, éstas últimas de forma más evidente.
Creemos que el compromiso a cuestiones como las aquí expuestas, como la desigualdad o la expropiación, son el grano de arena que necesitamos para modelar el futuro.
Un viaje con matices distintos, con tintes de realidad y fantasía. Una experiencia que poco dista de la vida cotidiana. Será cuestión de construir, nosotros los jóvenes, el paisaje tan soñado para el país que anhelamos.


sábado, 21 de junio de 2008

Viaje a otro mundo

censurado...

jueves, 19 de junio de 2008

Destino final

Llegó temprano. Todavía no estaba listo pero tampoco notó su presencia. Trató de evadirla como quien evade al enemigo.
Ya desde la madrugada y dormido se tapó ante el frío de una ventana que nunca estuvo abierta.
Se levantó sobresaltado por la hora y entró tambaleando al baño.
Las gotas de sudor le corrían desde la coronilla, pasando por la barba para morir al fin sobre el porcelanato. No bastaban las gotas para que resbalase.
La afeitadora, reluciente y afilada lo esperaba en el vanitory. Decidió no afeitarse ese día. A pesar del calor interno, afuera corría un gélido viento pampero.
Se desvistió rápidamente y dispuso media hora reloj para su inmersión en aguas que rondaban los 30 grados centígrados.
El secador de pelo esperó, enchufado. Cuando por fin se iba a secar la maraña de rulos azabache, una voz desde abajo lo apuró a tomar el café.
Bajó con una toalla envuelta al estilo árabe y tomó tres sorbos.
El auto estaba listo para chocar en el tercer semáforo por falta de frenos.
Decidió ese día tomar un remis para no tener que estacionar porque ya era tarde.
Ya en el segundo semáforo un camión cisterna apurado tocó bocina para sobrepasar al remisero.
Lo sobrepasa, pero el tercer semáforo lo intersecta.
Frena.
La inercia hace que el acoplado continúe.
Choca con el remis.
Da media vuelta, aplasta la mitad del auto.
Si, la mitad de atrás.
Llegó temprano.
Mas no tardó en que se hiciera la hora.

lunes, 16 de junio de 2008

Por favor, perdón y gracias. (Pequeñas alteraciones que sacuden la adormecida máquina)

Lo bueno de la rutina es que brinda seguridad.
Un seguro intercambio: tranquilidad por cotidianidad. Nada nuevo bajo el sol, planes sin sobresaltos.
Viernes.
Entonces me bajo del auto y ocurre el primer hecho extraño a esas horas de la mañana, que por la oscuridad llamaría madrugada: los autos no se disputan en la vorágine del verde que dió, desafiante, el palilargo amarillo y negro.
El bondi, vacío. Me siento con inseguridad -¿Me puedo sentar? ¡Qué bien se siente! Nunca lo había hecho antes- ¿quépasaquépasóquépasará? Las tildes transpasan el umbral de mis pensamientos, retumban con fuerza en el paladar mientras la lengua impide que salgan por los labios secos, entreabiertos.
Me bajo del colectivo en Villa Adelina. ¡Ahora si, viernes puente! ¡Jaja! Nada raro, me tranquilizo. El lunes es feriado, cierto. Cierto que había que comer algo de azúcar a la mañana. Cierto que el ciclamato del edulcorante en polvo trae cáncer. Cierto que tampoco tanto azúcar es bueno.
¡Qué frío hace! Voy a cruzar la calle. Espero en la acera de la esquina de la prudencia. Pienso en mi próximo movimiento. Me aseguro que la mochila esté bien cerrada. Miro a la derecha, nada. Miro a la izquierda, tampoco. Hoy voy a decirle algo más que “Buen día; uno cuarenta, por favor”. Le voy a decir que qué frío, y que si todos se fueron de fin de semana largo afuera y nosotros nos quedamos, o qué. Finalmente, con un inocente ¿no? ó un ¿le parece? voy a pedirle su complicidad.
Cruzo, y un hombre me llama. Pienso rápido. O trato de no pensar y actuar por instinto. ¡Pará! Esto rompe con mis planes, ¡me descolocó todo en un instante! No le hablo a extraños pero el señor me llama. Creo que me saqué los auriculares, no sé con certeza. Me acerco, con miedo. Me tiende la mano. Ofrece su boleto sin usar. “No, no… gracias. Pero yo tomo el que va por Panamericana, señor. No me sirve.” Desconfío. “Es lo mismo”, me responde, casi con resignación. Su mano seguía tendida. En su rostro sentí compasión, necesidad. Me hizo un favor. Sí. Aunque yo no lo necesitara. Permití que me haga un favor. Cuando uno pide un favor en realidad le hace un favor al otro porque le otorga la posibilidad de ayudar a alguien. Lo tomé. El boleto no me servía simplemente porque era de menor valor del que yo necesitaba para ir hasta Caballito. Desconfié. No lo necesitaba. Igual acudí a su llamado. Pensé que se me habría caído algo, o que tenía la mochila abierta. Pero desconfié. No tenía ojos de baboso ni pinta de alagador, e igualmente desonfié de él. Seguramente necesitaba el peso con veinte que había malgastado en un boleto que no necesitaría dos minutos después cuando corrió desesperado luego de su obra de bien a tomar el tren que iba a Retiro o a Villa María, daba igual.
No saludé al boletero. Ni siquiera pronuncié bien mi frase hecha un-peso-con-cuarenta-por-favor.
Tampoco le comenté la desolación callejera del viernes por la mañana, que ya era mañana porque estaba clareando.
Me sentí mal. Me di vuelta y el hombre vió que desprecié su regalo al comprar otro, mi boleto. Percibió mi deconfianza y se quedó a constatarla aunque estuviera apresurado. Lo miré cruzar la calle, corriendo para tomar ese tren que nos depararía un nunca más volver a vernos. Me sentí peor. No pediría disculpas, no daría las gracias, no le podría devolver en dinero su favor. ¿Es que acaso no podemos recibir un acto de buena fe? Quizás esperó a ver si le devolvía el peso con veinte. Luego pensé, porque pude pensar. Si le contaba al boletero mi experiencia me devolvería la plata y yo bien se la hubiera entregado a su dueño. Pero no. Ese hecho que rompió con mi rutina me descolocó. No pude pensar sensatamente.
No esperaba el dinero. Tan solo y tal vez un fingido agradecimiento; hubiera subido al colectivo con ese boleto y engañar al conductor simplemente para hacer sentir bien a aquel hombre. Pero no, no soy de realizar actos de altruismo y arriesgarme a que me bajen a mitad de camino y a minutos de comenzar mi clase.
Me sentí mal por aquel hombre. Sentí pena por nosotros. ¿Cuándo volveremos a confiar, a atender un llamado, a mirar a los ojos al desconocido, a pedir por favor, perdón y gracias, a realizar un acto de buena fe, o al menos, si no sale, dejar que los otros lo hagan por nosotros?
No, no estamos listos.
Ni siquiera eso.

jueves, 5 de junio de 2008

cuatro de junio

Hoy el día brillaba aunque el sol todavía no osaba salir.
Hoy me dio gusto pedir mi boleto con una sonrisa.
Hoy me di cuenta por primera vez que las butacas del bondi son ¡naranjas!
Hoy caminé por las calles de siempre como si fuese la primera vez.
Hoy me emocionaron las palabras de la profesora, aunque siempre diga lo mismo, con distintas palabras.
Hoy sentí la felicidad de estar haciendo lo que me gusta, luego de haber decidido lo que no me gusta.
Hoy entendí que el que no arriesga, no gana.
Hoy apagué mi programa preferido de radio y leí para mi clase.
Hoy enfrenté al mundo con la verdad
Hoy me mostré tal cual soy.
Hoy soy.
Hoy.
Hoy le encontré el gusto al momento sin pensar en el mañana.
Hoy me esfuerzo para forjar el mañana.
Hoy reí, lloré, besé, abrazé, renegué, puteé, jugué, gané y perdí.
Hoy me corrió sangre por las venas.
Hoy desentoné sin miedo a ser juzgada.
Hoy vencí la mediocridad.
Hoy me enfrenté a mis fantasmas, a mis amigos, enemigos y familiares.
Hoy me miré a mi misma.
Hoy me pregunté si estoy haciendo lo que quiero, si lo que quiero es lo que debo, si lo que debo es para quién.
Hoy me pude responder que no siempre hago lo que quiero, pero que quiero lo que hago.
Hoy creo en mí.
Hoy creo.
Hoy.

miércoles, 4 de junio de 2008

Mi amigo albañil

Juan sube todos los días conmigo en la terminal, pero no se sienta.
Saca su radio de bolsillo, la escabulle por entre medio de sus incontables abrigos y cierra los ojos.
Juan recorre los mismos kilómetros todos los días menos los domingos, que de hecho tampoco lo acompaño porque no voy a la facultad.
Juan tiene la cara curtida por la cal y el frío, y las manos blancas, lo cual desentona bastante con su tono de piel.
Se baja en la construcción, toma un sorbo de su petaca y se coloca el casco amarillo ya moldeado por los años de uso.
Saluda a sus compañeros, le chifla a una dama y se da vuelta al pasar mientras piensa "¡si me viera la Mary!"; acto seguido le muestra al Cacho el celular nuevo que se compró, al cual dotó de cumbia colombiana y algo de pornografía que ve cuando, dos veces al día, se escapa de la realidad en el cuartito de baño químico.
A la hora de la almuerzo no se habla demasiado: el hambre es la vedette y no admite partenaires. Se oye la radio de fondo pero jamás se la escucha, la ceremonia es siempre la misma. "Hay cosas peores que la rutina..." suspira mientras levanta el vaso de tinto como si fuera a brindar por algo, como si de verdad hubiera algo por qué brindar.

Todos los días, al volver en el 71 muy cansada y quejosa de la facultad, me encanta ver a Juan. Casi siempre está jugando un fútbol-tenis en el césped que rodea el cementerio de la Chacarita, en una cancha improvisada con esas cintas de ¡PELIGRO! que utilizan para señalizar las veredas en construcción.
Miro por la ventana, me desespero un poco si no lo encuentro, a decir verdad, hasta que lo veo, esbozo una sonrisa y sigo camino.
Un alivio recorre mi cuerpo. Dentro del individualismo común en el que estamos inmersos en esta gran selva pavimentada, siento que tengo un amigo. Él, por su parte, no lo sabe. Pero lo es. Cuando, por casualidad, nuestras miradas se entrecruzan, muevo rápidamente la córnea del ojo como si estuviese cometiendo un pecado mortal, como si acaso me diera vergüenza que el sepa que lo estoy mirando. Pienso en otras culturas donde el contacto visual es inmoral, donde incluso está prohibido, o peor aún, donde los ojos no se pueden mostrar. Siempre nosotras, claro.
Las ventanas del alma se cierran para el mundo. Solo puedo ver y no permito que me vean. Me desnudo sin quitarme un sólo guante. Me sambullo en un mundo efímero, por un momento.
¡No! No gires la cabeza, ¡no la levantes!, no sientas mi pesada mirada sobre tus hombros, tu cuello, tu rostro. Asi no podré domesticarte si me descubres. Por favor, haz como si nada estuviera pasando; mira de reojo si quieres, pero no me inhibas. Como un imán de lo contrario deberé volver una y otra vez hasta que hayas sacado tus sucios ojos sobre los míos. ¡Qué poco ético! ¿Con tus cincuentipico te animas a mirar de esa manera a una adolescente de 19? Yo puedo hacerlo. No crearé ningún trauma en ti ni falsas esperanzas.

¡Pucha!, vuelvo. Si fuera verano, al menos, acabaría momentáneamente con este estúpido suplicio usando unos vulgares pero cómodos anteojos de sol...

sábado, 31 de mayo de 2008

Esos próximos inciertos del viaje cotidiano...

Al tener una rutina, lo más probable es que viajemos a diario con personas que no conocemos, a las que jamás les hemos dirigido una palabra, pero sabemos que existen. Incluso, cuando no las vemos, nos preguntamos por ellas. Por supuesto, no tenemos ni la menor idea de cómo se llaman ni qué hacen ni a dónde van, pero sabemos que se llaman, que algo hacen, y que se dirigen a algún lugar. No es extraño verme un jueves preguntándome por "el pelado", "rulos" o "el desquiciado". Es más, hasta tengo mis teorías de parentesco entre rulos padre y rulitos hijo. "Algún día les voy a preguntar", miento.
Lo que me da mucha impresión y culpabilidad ante mi inevitable risa son los tics.
Abre un ojo, cierra el otro, saca la lengua, sube y baja la cabeza: todo eso para tocar el timbre. No una sino dos y hasta tres veces antes de bajarse en Unicenter.
Otro que habla y habla y andá a saber qué estará diciendo, y nunca falta el chico "cool" que canta las canciones de celular muy ávidamente, moviendo sus piernas al son de la música como queriendo percusionar sobre la marcha el ritmo en cuestión.
Otro tic de tipo escatológico es el del médico de parque Chas, que se para cada viernes a la misma hora en el mismo lugar a urgar impunemente su nariz como si nadie lo estuviera mirando.
Ch! Chh!! si... a ustedes, ambulantes distraídos, inmersos en sus canciones y pensamientos, envueltos en papel de boleto y golosina, les tengo una mala noticia: siempre hay alguien mirando... No estamos solos en la ciudad, aunque lo parezca.

De cuando uno pasa más tiempo viajando que en su destino...

¿Por qué?
Por qué dejar la cama en días así
Por qué el tiempo previo de preparación
Por qué la radio, la llave, la moneda, los guantes
¿Por qué el señor vendedor de boletos está siempre de buen humor?
¿Por qué me indigna que los idiotas se hagan los dormidos y las abuelas vayan paradas?
¿Por qué me da bronca que lean impunemente el diario cuando una se tiene que parar y ceder?
¿Por qué el mediocre del inspector va sentado en el reservado por la CNRT cuando el colectivo lleno?
¿Por qué cuando tengo que leer se me sienta al lado un gran Mp4 al máximo que amenaza mi comprensión?

Entonces llego, me siento dos horas a ver sin mirar, a oír sin escuchar y vuelvo a sumergirme en los pensamientos y propagandas que enuncian la letra chica en un segundo y medio.

Pienso, entre suspiros, que mal estamos.

Datos personales