lunes, 16 de junio de 2008

Por favor, perdón y gracias. (Pequeñas alteraciones que sacuden la adormecida máquina)

Lo bueno de la rutina es que brinda seguridad.
Un seguro intercambio: tranquilidad por cotidianidad. Nada nuevo bajo el sol, planes sin sobresaltos.
Viernes.
Entonces me bajo del auto y ocurre el primer hecho extraño a esas horas de la mañana, que por la oscuridad llamaría madrugada: los autos no se disputan en la vorágine del verde que dió, desafiante, el palilargo amarillo y negro.
El bondi, vacío. Me siento con inseguridad -¿Me puedo sentar? ¡Qué bien se siente! Nunca lo había hecho antes- ¿quépasaquépasóquépasará? Las tildes transpasan el umbral de mis pensamientos, retumban con fuerza en el paladar mientras la lengua impide que salgan por los labios secos, entreabiertos.
Me bajo del colectivo en Villa Adelina. ¡Ahora si, viernes puente! ¡Jaja! Nada raro, me tranquilizo. El lunes es feriado, cierto. Cierto que había que comer algo de azúcar a la mañana. Cierto que el ciclamato del edulcorante en polvo trae cáncer. Cierto que tampoco tanto azúcar es bueno.
¡Qué frío hace! Voy a cruzar la calle. Espero en la acera de la esquina de la prudencia. Pienso en mi próximo movimiento. Me aseguro que la mochila esté bien cerrada. Miro a la derecha, nada. Miro a la izquierda, tampoco. Hoy voy a decirle algo más que “Buen día; uno cuarenta, por favor”. Le voy a decir que qué frío, y que si todos se fueron de fin de semana largo afuera y nosotros nos quedamos, o qué. Finalmente, con un inocente ¿no? ó un ¿le parece? voy a pedirle su complicidad.
Cruzo, y un hombre me llama. Pienso rápido. O trato de no pensar y actuar por instinto. ¡Pará! Esto rompe con mis planes, ¡me descolocó todo en un instante! No le hablo a extraños pero el señor me llama. Creo que me saqué los auriculares, no sé con certeza. Me acerco, con miedo. Me tiende la mano. Ofrece su boleto sin usar. “No, no… gracias. Pero yo tomo el que va por Panamericana, señor. No me sirve.” Desconfío. “Es lo mismo”, me responde, casi con resignación. Su mano seguía tendida. En su rostro sentí compasión, necesidad. Me hizo un favor. Sí. Aunque yo no lo necesitara. Permití que me haga un favor. Cuando uno pide un favor en realidad le hace un favor al otro porque le otorga la posibilidad de ayudar a alguien. Lo tomé. El boleto no me servía simplemente porque era de menor valor del que yo necesitaba para ir hasta Caballito. Desconfié. No lo necesitaba. Igual acudí a su llamado. Pensé que se me habría caído algo, o que tenía la mochila abierta. Pero desconfié. No tenía ojos de baboso ni pinta de alagador, e igualmente desonfié de él. Seguramente necesitaba el peso con veinte que había malgastado en un boleto que no necesitaría dos minutos después cuando corrió desesperado luego de su obra de bien a tomar el tren que iba a Retiro o a Villa María, daba igual.
No saludé al boletero. Ni siquiera pronuncié bien mi frase hecha un-peso-con-cuarenta-por-favor.
Tampoco le comenté la desolación callejera del viernes por la mañana, que ya era mañana porque estaba clareando.
Me sentí mal. Me di vuelta y el hombre vió que desprecié su regalo al comprar otro, mi boleto. Percibió mi deconfianza y se quedó a constatarla aunque estuviera apresurado. Lo miré cruzar la calle, corriendo para tomar ese tren que nos depararía un nunca más volver a vernos. Me sentí peor. No pediría disculpas, no daría las gracias, no le podría devolver en dinero su favor. ¿Es que acaso no podemos recibir un acto de buena fe? Quizás esperó a ver si le devolvía el peso con veinte. Luego pensé, porque pude pensar. Si le contaba al boletero mi experiencia me devolvería la plata y yo bien se la hubiera entregado a su dueño. Pero no. Ese hecho que rompió con mi rutina me descolocó. No pude pensar sensatamente.
No esperaba el dinero. Tan solo y tal vez un fingido agradecimiento; hubiera subido al colectivo con ese boleto y engañar al conductor simplemente para hacer sentir bien a aquel hombre. Pero no, no soy de realizar actos de altruismo y arriesgarme a que me bajen a mitad de camino y a minutos de comenzar mi clase.
Me sentí mal por aquel hombre. Sentí pena por nosotros. ¿Cuándo volveremos a confiar, a atender un llamado, a mirar a los ojos al desconocido, a pedir por favor, perdón y gracias, a realizar un acto de buena fe, o al menos, si no sale, dejar que los otros lo hagan por nosotros?
No, no estamos listos.
Ni siquiera eso.

2 comentarios:

MANGUALA dijo...

a veces me pasan cosas como ésta.
después siempre quedan dudas rondando. pero por lo menos se rescata eso no?.. que a uno le haya producido algo..y al fin y al cabo la reflexión puede llevar al cambio.

muy bueno.

saludos

Luli dijo...

Sabes que tengo muchas amigas que son de ir a marchas, activas politicamente, no?, y a mi me toman por desinteresada del mundo, por funcional al orden..y yo siempre digo lo mismo, mi rebeldia es estudiar para ser lo que quiero, y siempre decir por favor, perdon y gracias.
En cuanto a lo de confiar, creo que llegue a un punto donde mi desconfianza y miedo ya se transformaron en algo patologico y digno de terapia :S, es la realidad que nos toca cambiar, como? no me preguntes, soy de las que se rinden de antemano.

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