miércoles, 27 de agosto de 2008

Crónica de viaje: El tren patagónico





Atardecía en aquel pueblo que poco sabe de mapas. Las mochilas eternas pedían más caminos. No así nuestras espaldas poco acostumbradas.
El polvo se las ingeniaba para llegar y ubicarse en lo más recóndito de nuestros párpados y fosas nasales, hasta terminar quién sabe cómo en una desagradable y homogénea pasta debajo de las lenguas, con sabor a tierra mojada.
Caminamos una, dos o quizá cuatro o cinco cuadras. Es difícil precisar “cuadras” en un pueblo donde todavía los chicos juegan solos en la plaza, porque en frente yace la comisaría, el correo, la iglesia, la municipalidad y todo aquello que se construía primero en las fundaciones de antaño.
Marchamos sobre nuestros pies para despedirnos y despedirme del lugar que me acogió cual refugio tres veranos consecutivos. El saber que no volvería y los dos grados bajo cero me hicieron ver más allá de los churros con arena y las sombrillas voladoras. Allí, por primera vez, vi a San Antonio Oeste desnudo de miradas ajenas y vorágines turistas: las casas de adobe; los barcos, alguna vez sinónimo de prosperidad, ahora estancados y percudidos por el salitre; el chillido infalible de las puertas y ventanas; las caras geométricas; los ojos húmedos; las pieles rojizas; mezcla rara de melancolía y profunda admiración. El invierno no era lo mismo en una zona portuaria de fama por su balneario de cálidas aguas patagónicas. Las Grutas era cementerio de conchas y caracolas fosilizadas, teñido de una bruma fría, densa y solitaria.
Se acercaba la ansiada hora como así la estación de tren. Quinientos pasos: una señora de avanzada edad y lastimosas arrugas nos convidó agua de la manguera para regar. Doscientos y unos perros escuálidos de hambruna nos dan el último envión para llegar.
Cien. La estación se alza, antigua pero brillante, sobre la última colina.
Ingresamos y dejamos el equipaje: dos mochilas de campamento, dos escolares y dos camperas. La cámara, el grabador y el anotador no se separaban de mí casi nunca. El termo y el mate, a resguardo de Magalí Watson, mi compañera de ruta.

- Un boleto para Sierra, por favor.
- $14, don.
- ¿Quedan para Menucos?
- Sí, diga.
- Entonces que sean dos.

Lejos de mi ilusa creencia, los viajeros del tren distaban mucho de ser rubios altos con acento extranjero. Para mi gran sorpresa y desilusión, los únicos turistas, los raros de ropas multicolores y miradas excéntricas, casi ingenuas, éramos nosotras dos.
¿Quién sacaría dos pasajes con tres días de anticipación en un tren que recorre la línea sur con destino final Bariloche? ¿Acaso dos turistas sacarían un boleto clase económica por la módica suma de veintinueve pesos? ¿Parecíamos rionegrinas que, sin siquiera pedirnos el documento de identidad, nos vendieron pasajes con descuentos para locales?
Salía y regresaba de mí todo el tiempo. Me hacía y respondía preguntas sin una verdadera respuesta. Todo lo que creía conocer resultaba desconocido; lo predecible, impredecible; lo que pensaba encontrar estaba perdido; lo que creía ser no lo era; lo que quería ver en otros, lo vi tristemente en mí.
¡Qué inútil humillación! Siempre criticando a ese placentero y reconocido niño en cuerpo de adulto, al que exprimen y depositan frente al monumento histórico y ante lo que no se tiene que dejar de ver si se visita ésta o aquella ciudad… éste, simplemente, era yo.
Dejé la cámara y el grabador. Corrí al baño, lavé mi cara y la sequé con mi remera blanca, dejando marcada allí a esa que no volvería a ser jamás.
Me reincorporé. Mis ideas estaban cual piñata a punto de reventar, llena de dulces y mentiras que hacían feliz a quien las recibiera.
Mi anotador, afortunadamente, había resistido al despojo. Vacié mi mente de prejuicios y pensamientos rápidamente antes que hicieran implosión: garabatos, dibujos y grafías ilegibles se derramaron en el papel como la lava de un volcán. Arranqué la hoja para que nadie, ni siquiera yo misma la leyera.
Las punzantes lanzas negras marcaron el número romano diez en un reloj antiquísimo del tamaño de una pelota de básquet.
Nos miramos. La sonrisa delataba al corazón; los nervios ahondaban el nudo en el estómago y otra vez éramos solo dos.
Un señor de avanzada edad que yacía sentado de espaldas al andén apenas se inmutó. Su sombrero marrón de duros cueros caía sobre la ceja izquierda, que enmarcaba con precisión su mirada, perdida en el horizonte. Casi no pestañeó durante la espera, ni cuando hicieron sonar la campana, ni cuando llegara…

- ¡Ahí viene el tren! –predijo un niño sin despertar la atención de sus padres.

Me acerqué al andén y no había noticias.
El viejo seguía con su mirada fija y fría, al contrario de su pesar. Llevaba camisa y pantalones. Los mismos con los que trabajó su campo que no es suyo, con los que soñó una tierra para sus nietos, con los que contrajo una artrosis irrevocable.
Claro que todo esto lo sabría horas más tarde, cuando decidí romper el silencio que hacía maleable el aire; aquel silencio del que sabe esperar, o de quien ya nada espera.

Una bocina inconfundible y un ruido de locomotoras interrumpieron mis pensamientos.

- ¡Vieron que ahí venía! –Reprochó el nene.

Me asombró su certeza. -Será que estas personas tienen un sexto sentido- pensé. Quizás era cierto aquello que me habían contado y me negaba a creer, aquel cuento de que los pueblerinos se despertaban a cualquier hora de la madrugada para ver pasar el tren porque era más que eso: un halo proveniente de otro mundo, con gente totalmente extraña que estaría dispuesta a cambiar un saludo y, con suerte, unas palabras si el tren decidiera detenerse en esos recónditos lugares salteados por los cartógrafos. Pueblos lejanos, incomunicados, marginados de la gran aldea mundializadora, con economías de subsistencia, con poco trabajo, con tantas tierras y tanto despojo, con tanta belleza aparente y tanta maldad de trasfondo.

Todo aquello que había investigado me hacía imaginar una y otra vez el viaje, aunque ya había errado en las primeras impresiones.

Veintidós y veinte. El gigante de trocha ancha salido de Viedma arribaba con poco atraso. Desfile de vagones Pullman, Restaurant y por último Turista. No uno ni dos, sino tres de éste. Agraciadamente no viajaríamos solas, ni mal acompañadas.
O eso creíamos.

El vagón superaba su capacidad máxima. No, no se debía a las vacaciones de invierno que comenzaban en Buenos Aires. (De hecho, éstas finalizaban en la Patagonia)
Ya había disipado para ese momento toda hipótesis de turismo. La clase turista, paradójicamente, no llevaba turistas.
Los asientos (mal) numerados, constaban de sillones con capacidad para tres personas cada uno. Las maletas debían caber en el portaequipajes ubicado encima de los sillones, que alojaban provisoriamente a huéspedes furtivos.
Los eventuales inconvenientes no dieron tregua: personas mal ubicadas, bolsos apretujados entre valijas descomunales y niños recostados ocupando tres cuartos de nuestros respectivos lugares.
Luego de acomodar nuestras mochilas nos ubicamos sin mayores dificultades.
Un joven con voz particular parecía el coordinador de un viaje de egresados. –Éste es porteño. Predijimos.
Cedió su asiento y en pocos minutos lo teníamos enfrente explicando su situación.
Si era porteño. O de ningún lugar, o de todos. Autodefinido como anarquista, apodado como “Sid”, el extraño personaje y los suyos nos acompañarían a lo largo y a lo ancho de nuestra travesía. Las causas y el fin, en el fondo, eran los mismos.
Enseguida supimos entender que pasaba: los niños de hasta tres años no pagan pasaje. Quedaban dos opciones: o había muchos de éstos, o sus débiles y desnutridos cuerpitos mentirían tener un par de años menos que los que sus documentos evidenciaran.

El calor de la calefacción sofocaba los cuerpos. En un lugar como este -pienso- es mejor sufrir calor que frío. En otras épocas, nos comentan, se rompe la calefacción y “el tren se convierte en una carpa con mantas y bolsas de dormir que no sabés de dónde salen, y ni hablar si el tren se para, porque el atraso que llevamos, nena, no es nada: hay viajes donde se para cuatro, cinco, hasta doce horas. ¡Una vez descarriló, nena! No nos matamos de milagro…”

La emoción y las ansias no coincidían con el cansancio de nuestros cuerpos. Así que nos levantamos y fuimos a recorrer el tren. La imagen iba cambiando como escenas de una película, quizá similar a la que estaban proyectando en ese mismo instante dentro del primer vagón: la sala de cine.
Ya en el restaurante se divisaban otras caras y, junto a ellas, otras realidades. Aquel aire mezclado con aromas elegantes y perfumes importados no coincidía con los improvisados sándwich de milanesa y mortadela de los últimos vagones. La atmósfera de murmullo constante y del simple compartir fue abruptamente cortada por sutiles ademanes y voces silenciosas. Eran los dueños de los automóviles que descansaban en la bodega del tren, ésos que dormían cómodamente en los camarotes, aquellos que iban a esquiar con sus cámaras digitales, computadoras portátiles y celulares de última generación para conectarse a Internet desde la cúspide del cerro Catedral en alguna confitería que, de todos modos, tendría WI-FI.
Bastó caminar dos vagones, abrir y cerrar cuatro puertas y sufrir dos veces el frío desacondicionado del exterior para cambiar de escenario.
Ya los nenes no se disputaban un pedacito de sillón, ni un retazo de frazada, ni un mordisco de comida. Allí no se veía compartir una botellita de agua del pico, ni sufrir sueño, hambre o aburrimiento. Las caritas no se veían sucias ni oscuras. En esta otra realidad pude ver lo que había imaginado estaciones atrás: ojos color del cielo, pieles pálidas, cabellos largos, claros y lacios. El turismo allí estaba, presente en las camionetas todo terreno, en las comodidades, en las facciones, en la abundancia y en las grandes sonrisas desafiantes y forzadas de los que allí cenaban cerca de las 23 hs., horario en el cual cerraba el turno, que aproximadamente daba lugar para que cenen unas 90 personas, número que encajaba con el lugar disponible conjuntamente en los camarotes y primera clase.
Cenamos con el gusto amargo de los precios, del humor insidioso del mesero y de los remilgos de los demás comensales. Acaso no dábamos con el target del lugar o, simplemente, no éramos dignas de cenar allí por el valor de nuestro pasaje. Claro que esto no podían saberlo, así que seguimos con nuestro sencillo, apurado y poco protocolar cometido; la función de medianoche, según las buenas lenguas, era tan puntual como un reloj suizo con cuarzo cristal.

Un hálito de paz recorrió el vagón y las luces aminoraron la visión. Las voces se consumían lentamente y la tranquilidad reinaba. Miré a mi alrededor y la situación era tan impactante como triste: condiciones infrahumanas de viaje, basura por doquier, chicos durmiendo en el piso, ruido de pancitas vacías. Pero lo más lamentable acontecía a dos vagones de distancia. La situación era la inversa; la brecha de la desigualdad crecía a medida que avanzábamos y se hacía, a cada kilómetro, más imposible de frenarla. Así es como debe andar el mundo allá afuera, a dos mil y a diez mil leguas de distancia. El tren resultaba un perfecto reflejo en pequeña escala, tan dependiente como el combustible que lo hacía funcionar, perteneciente a esas mismas tierras pero aprovechados por los de afuera.

El convoy se detuvo en Ramos Mexía y unos pocos se despabilaron. Entre ellos me encontraba yo, revisando el paisaje, en busca y evasión de leyendas rurales, luces malas y lloronas con vestidos blancos.
Enormes extensiones de tierras y estepa patagónica con vegetación perenne se repetía cuadro a cuadro.
El alto valle se extiende hasta Clemente Onelli, donde comienzan las ondulaciones y pequeños cerros, llegando a Comallo, la tierra del ladrillo. Tierra de nadie, o tierra ajena. De cualquier manera, nunca nuestra.
Busqué alguna excusa convincente para justificar la molestia de pararme y salir, victoriosa, por el pasillo. La odisea del trayecto fue aún mayor: conseguir no pisar a nadie y esquivar quien sabe qué o quien, fue mi preocupación de turno. Los baños estaban en la peor de las condiciones posibles, puesto que decidí invadir toilettes ajenos.
Crucé el restaurante evadiendo miradas delatoras y posibles cuestionamientos de mi presencia en esos lugares, a los que no podría responder y terminaría por volver a mi puesto, sin evacuar dudas, ni vejigas.
El termostato del cuerpo debería estar a alturas cercanas a provocar el derrame de mercurio en otras condiciones físicas; en este caso solo explotaron los vasos sanguíneos de mi cara completa y sentí el temor similar al de un cazador furtivo ante el fragor de un grito.
“No estoy robando, vergüenza es robar.” Entonces, en mis esfuerzos por calmarme, la puerta que permitía el acceso a la parte VIP del tren, estaba celosamente cerrada.
Con mucha bronca exclamé en voz alta que nuestras puertas estaban abiertas, pero claro ¿Quién querría ir allí?

El sol despuntaba y los párpados comenzaban a separarse. La noche había sido larga y los cuerpos dolidos delataban la incomodidad de buscar mil posiciones distintas hasta quedar dormidos.
La luz del alba nos regaló una vista maravillosa: los cerros comenzaban a desfilar alrededor de finos y congelados hilos de agua.
Llegamos a Pilcaniyeu, última parada antes del destino final.
Pequeños ranchos se divisaban a lo lejos y manitos contentas se agitaban. Lo que deseaba constatar allí estaba: dos o tres personas en las puertas de cuatro y cinco casas viéndonos pasar. Entonces bajamos. Aunque la parada era rápida y amenazaban con dejarnos, bajamos. Hablamos con la gente, los abrazamos. Nos fotografiamos junto a ellos. No paraban de alagar a su pueblo y sentirse orgullosos de ello. No parecían recordar que sus tierras eran, impunemente, propiedad de Benetton; tampoco pude precisar en pocos segundos que creían, o que les hacían creer. No pude, o no quise escuchar que era lo único que les quedaba, que si sabía de una solución, pues que la diga.
Miles y miles de kilómetros cercados y otra vez cualquiera las posee, menos ellos. Y nos muestran el convento, donde dejan a sus hijos en la semana para comer y estudiar, ya que ellos trabajan en tierras muy alejadas del pueblo y no los pueden mandar todos los días, ni alimentarlos a diario.
Me despido y maldigo los tiempos de, nuevamente, una empresa privada: Tren Patagónico S.A., otra de las tantas que predican con la palabra pero en los hechos aporta a la desigualdad y aboga por los beneficios propios; alegando en una mediocre página Web beneficios inexistentes, tiempos irreales, información desactualizada y promesas a medio cumplir.
Tres y media de la tarde. El Patagónico más austral del globo arriba a San Carlos de Bariloche con un atraso propio de la ubicación geográfica relativa y tercermundista.
Es el principio del fin. Nuestras vacaciones allí comienzan pero el viaje y las obligaciones allí terminaban. Dejamos la estación con esperanzas y melancolía. Todavía quedaba mucho por recorrer y las mochilas ya no pesaban tanto. Nos despedimos del tren y de su gente. Personas de paso en nuestras vidas pero que dejaron una marca imborrable.

Esa es la filosofía del viaje. Aunque cueste. Ese desapego a personas, paisajes, lugares y experiencias cuesta, y mucho. Así como se logra amarlos, hay que entender que se tienen distintos caminos, que por un instante y fortuitamente se tocaron, pero enseguida huyeron tangencialmente. Como el mar huraño que dejamos solo horas atrás, pero que parece una eternidad. Así son los caminantes, trotamundos y viajeros. Así seré yo cuando aprenda el arte de viajar, que, como todo arte, se aprende a partir de la experiencia y, en el fondo, con algo de talento e inspiración.

Cuestiones aquí apenas esbozadas merecen un profundo análisis y una investigación a la altura. Un viaje que había sido pensado, en un principio, como de aventura, de comunicación y de intercambio, resultó ser el germen para futuras investigaciones personales y el disparador hacia problemáticas que ahondan en la cuestión social de nuestro país.
Entendemos que el paisaje y los lugares visitados son el resultado de las relaciones que se plantean dentro de la sociedad y en relación al entorno. Este viaje nos muestra lo que existe y lo que no, las presencias y ausencias, éstas últimas de forma más evidente.
Creemos que el compromiso a cuestiones como las aquí expuestas, como la desigualdad o la expropiación, son el grano de arena que necesitamos para modelar el futuro.
Un viaje con matices distintos, con tintes de realidad y fantasía. Una experiencia que poco dista de la vida cotidiana. Será cuestión de construir, nosotros los jóvenes, el paisaje tan soñado para el país que anhelamos.


Datos personales