domingo, 11 de enero de 2009

Ensayo final


Argentina: de tierra prometida a tierra de nadie



"Estos individuos, canallas y tristes, viles y soñadores simultáneamente, están atados o ligados entre sí por la desesperación. La desesperación en ellos está originada, más que por la pobreza material, por otro factor: la desorientación que ha revolucionado la conciencia de los hombres, dejándolos vacíos de ideales y
esperanzas.”
Roberto Arlt, el torturado

Históricamente, las grandes oleadas inmigratorias escapaban de la guerra, de tierras devastadas y sin futuro promisorio para las generaciones venideras. Otros eran exiliados políticos, víctimas de persecuciones ideológicas y, en menor medida, mafiosos que huían de la mafia misma.
Argentina, con sus prometedoras y confiables políticas de inmigración (las cuales intentaban promover la agricultura, la ganadería y la red de transportes, para luego industrializar el país) parecía ser la tierra prometida.
Los inmigrantes venían entonces, como comúnmente se conoce, a “hacer la América”.
Distinto fue el panorama con el que se encontraron: a pesar de la gran demanda de mano de obra para una producción agrícola-ganadera masiva, pocos fueron propietarios de tierras, fracasando así el plan de adjudicación de tierras en propiedad.
Hasta aquí, lo expuesto parece una reseña histórica sin mayores dificultades. Pero encontramos, entre líneas, un trasfondo problematizador que dará origen al sujeto de controversia: el tipo argentino. Ese sujeto producto de la multiculturización, exento de privilegios y lujos de la aristocracia: el hombre de clase media, fraguado con la inmigración a través de la participación en el proceso de aculturación dominante.
¿Qué notamos aquí, señoras y señores? Pues el primer indicio de engaño y corrupción. Suntuosas promesas enmascaradas de premios y beneficios, políticas de poblamiento adecuadas al beneficio de los grandes terratenientes, tierras prometidas con asteriscos y letra chica…
Hoy en día, casi dos siglos más tarde, la situación es la inversa, aunque las condiciones parecidas.
El argentino, hijo del barco y del crisol de razas, ese hombre de la clase media que vimos crearse, no ve la hora de irse por donde vinieron los abuelos. Ante la mínima oferta de trabajo hacen las valijas y que Dios los ampare. Los europeos, en tanto, nos miran de reojo y con desconfianza, pero no dudan en arribar en acartonados paquetes turísticos, dispuestos a vaciar la calle Murillo ante un sutil regateo (¡Encima!) y no volver sin elegantes fotografías digitales del glaciar Perito Moreno o imponentes filmaciones caseras debajo de la Garganta del diablo. Lugares que, con suerte, la clase media argentina ha podido visitar, pero ése no es su problema.
Dentro de este panorama de gran levedad y aparente falta de compromiso, se suman aquellos trabajadores de países limítrofes que escapan de paupérrimas condiciones de vida y trabajo escaso para lograr, con mucho, condiciones infrahumanas de trabajo y una vida sumida a la más feroz de las explotaciones, donde decir esclavitud suena a eufemismo.
Como si lo expuesto fuera poco, el extranjero no sólo es víctima del desarraigo y de las desventajas de su ilegalidad, sino también de una ilegitimidad insoportable. La discriminación llega a su máxima expresión: la xenofobia.
La empiria no me deja mentir: he viajado en colectivos repletos hasta el techo y he oído el brillante comentario de un patriota argentino (con una remera de los Stones y su respectiva bandera británica). “¡Yo, argentino, voy parado y estos bolitas sentados!” Eximia declaración, gran argumento, poderosa deducción. Faltaron solo los aplausos.
Caminando por las calles de Liniers y prestando un poco de atención, veremos vecinos del barrio reclamando en su discurso cotidiano por su antiguo lugar, limpio de oscuras caras sudorosas, arrebatos de peruanos y talleres textiles ilegales, que hacen ruido toda la noche y no dejan dormir…
Rescato la convicción con que lo dicen, como si fueran poseedores de una verdad absoluta, irrefutable, evidente. Declaran la situación como urgente, suerte de “cuestión social” en tiempos pretéritos. Más que una cuestión social, parecería un problema racial, una vuelta a ideologías neonazis pronunciadas por personas sin borceguíes ni cabezas rapadas…
Los más arriesgados acusan en voz baja una invasión inminente, un robo descarado de fuente de trabajo y sueldos denigrados por su culpa.
Ahora bien, tengamos bien en claro que ninguno de nosotros aceptaría trabajar a destajo, en tales condiciones ni por esa módica suma de pesos, ¿O sí?
¿Acaso todos los que huyeron hacia mejores horizontes trabajan de lo que quisieran?
La experiencia demuestra lo contrario: miles de argentinos realizan tareas que nunca habían (ni hubieran) realizado en sus vidas, tales como limpiar vidrios y retretes, lavar copas o sonreír hipócritamente por algunos centavos de euro…
En mi sincera opinión, no elegimos. Aunque creemos hacerlo. Y decidimos el camino de nuestros hijos antes que ellos puedan hacerlo. No solo nos involucramos a nosotros mismos en esta vorágine de exportación, sino que les enseñamos a hablar inglés, a mirar como franceses y a pensar como yanquis. Les imponemos una cultura impropia, comprada en un todo por dos pesos por menos que eso. Solo basta con unas horas de televisión y un cursito de informática. Unos años más tarde, los obligamos a elegir una carrera cuyo título valga afuera y sin su consentimiento les otorgamos una ciudadanía que no casualmente coincida con la de sus abuelos.
Aprendemos y enseñamos a repetir que no queremos a nuestro país, pero tampoco nos gusta que lo ocupen otros sudacas peores que nosotros.
Idolatramos a Europa. Queremos ser como ellos: venir de visita sin compromisos, vaciar las tiendas del shopping y volver al cabo de un mes. Pero claro, una vez allá entramos a Internet, nos enteramos por el periódico on-line de los problemas argentinos y nos afligimos vía satelital de la crisis, el hambre y la corrupción. O escuchamos la radio que tanto extrañamos y si podemos llamamos para contar lo bien que nos está yendo afuera, pero lo mucho que extrañamos los asados y el dulce de leche. ¿Si volverían, si es mejor aquí o allá? Preguntas que el locutor repite sin obtener una respuesta concreta.
Mientras nosotros armamos este juego, existen personas que aceptarían orgullosas forjar un futuro en estos suelos. Pero nos da miedo. Y ante él reaccionamos con violencia e injuria: eso se decodifica física y verbalmente como racismo.
No hablo de gringos con adiposas billeteras atiborradas de eurodólares; me refiero a esos hermanos latinoamericanos con una actitud férrea y envidiable ante el trabajo, que no miran a los ojos por temor al rechazo, que desconocen los pocos derechos que poseen y no se atreven a denunciar la discriminación a la que se someten con repugnante resignación, como si fuera parte del eterno peaje que deben pagar simplemente por seguir un camino que los conduzca a quién sabe qué quimera.
En este contexto, Argentina parece ser parte del itinerario de muchos, pero transitoriamente.
Lindos paisajes, climas de variedad, módicos precios, gente eventualmente amable, solidaria y sociable y una gran fuente de trabajo con sueldos no tan felices como sus turistas.
Pero como dijimos anteriormente, es temporal. Una parada más en el largo camino hacia la realización de la vida; pocas veces, el lugar elegido para terminar nuestros días.
Que el viaje sea un camino de descubrimiento y encuentro hacia lo que queremos ser y no un mero punto de llegada, es acertado. Pero que sea un retroceso, un discurso comprado de la boca para afuera y una falta de memoria es mediocre, retrógrado y miserable.
Nos quedan dos opciones: la simple y la compleja. O bien miramos para un costado como si nada estuviese pasando, seguimos escupiendo para arriba y esquivando mojarnos, echándole la culpa al de arriba, al de abajo y al de afuera, o bien nos comprometemos y asumimos de una vez por todas nuestras obligaciones, porque en cada acción y en cada palabra estamos escribiendo ese camino que conduce el viaje de la vida.
No es decisión menor la recién planteada, su elección definirá el tipo de suelo que estaremos pisando: si la tierra prometida de nuestros abuelos o la tierra de nadie que hemos, sin querer, surcado.


Vanesa Donisi, 2008.

martes, 16 de septiembre de 2008

Argumentación I: las "ventajas" de vivir en Baires


Buenos Aires, septiembre de 2008




Ale:



Se que estás considerando seriamente vivir en esta gran ciudad, por ello te escribo estas líneas.



En principio, te resultará genial cómo los niños pueden estar jugando en las calles solos, sin sus padres, entre peligrosos pero agradecidos automóviles mercedes-benz y BMW.
Luego, verás cuán amable y solidarios somos cuando estos niños se vean levemente comprometidos a pedir comida y todos asistiremos cordialmente al pedido.
Los locales de comida rápida que vos conocés son los que más se preocupan: en lugar de tirar lo que sobra con el resto de la basura, ponen lo comestible en bolsitas de colores, ¡¿no es grandioso?!
Creo que las empresas de tu país son las más comprometidas. Hasta le dan trabajo a los chicos que todavía no terminaron el colegio, los tienen en negro (así cobran más, como cuatro pesos por hora) ¡y encima les dan una hamburguesa y un vaso de coca de almuerzo!

Otro aspecto que te encantará es nuestra calidez humana, más aún en los medios de transporte. Viajamos todos juntitos y apretados, lo cual es ideal en invierno.
En verano, en cambio, viajamos colgados afuera así nos da el vientito por la velocidad, tanto en tren como en colectivo.
Una ventaja importante si andás en auto, es que podrás cometer infracciones sin tener que pagar elevadas multas. Sólo bastará con ofrecerle discretamente al policía una módica suma de dinero y te librará de tan costosa situación; ¡ya ves qué simpáticos somos todos acá!

Finalmente, notarás que nosotros no ahorramos el agua como otros países, principalmente aquellos que visitaste en Europa. Podrás lavar el auto, la ropa, los platos, bañarte dos veces por día y cepillarte los dientes con la canilla abierta, que pagarás alrededor de 5 dólares por mes.
Así como con el gas, los transportes públicos y tantas otras cosas con las que se endeuda el Estado por nosotros. Por suerte tenemos unos políticos geniales que actúan en el presente y piensan en el futuro. Como dice el idóneo jefe de gobierno: ¡va a estar bueno Buenos Aires!

Me voy despidiendo, creo que te di motivos de sobra para que vengas a respirarlos.

Abrazo,


Vanesa



Pd: Espero que te guste la foto, la tomé en Palermo Soho.


miércoles, 27 de agosto de 2008

Crónica de viaje: El tren patagónico





Atardecía en aquel pueblo que poco sabe de mapas. Las mochilas eternas pedían más caminos. No así nuestras espaldas poco acostumbradas.
El polvo se las ingeniaba para llegar y ubicarse en lo más recóndito de nuestros párpados y fosas nasales, hasta terminar quién sabe cómo en una desagradable y homogénea pasta debajo de las lenguas, con sabor a tierra mojada.
Caminamos una, dos o quizá cuatro o cinco cuadras. Es difícil precisar “cuadras” en un pueblo donde todavía los chicos juegan solos en la plaza, porque en frente yace la comisaría, el correo, la iglesia, la municipalidad y todo aquello que se construía primero en las fundaciones de antaño.
Marchamos sobre nuestros pies para despedirnos y despedirme del lugar que me acogió cual refugio tres veranos consecutivos. El saber que no volvería y los dos grados bajo cero me hicieron ver más allá de los churros con arena y las sombrillas voladoras. Allí, por primera vez, vi a San Antonio Oeste desnudo de miradas ajenas y vorágines turistas: las casas de adobe; los barcos, alguna vez sinónimo de prosperidad, ahora estancados y percudidos por el salitre; el chillido infalible de las puertas y ventanas; las caras geométricas; los ojos húmedos; las pieles rojizas; mezcla rara de melancolía y profunda admiración. El invierno no era lo mismo en una zona portuaria de fama por su balneario de cálidas aguas patagónicas. Las Grutas era cementerio de conchas y caracolas fosilizadas, teñido de una bruma fría, densa y solitaria.
Se acercaba la ansiada hora como así la estación de tren. Quinientos pasos: una señora de avanzada edad y lastimosas arrugas nos convidó agua de la manguera para regar. Doscientos y unos perros escuálidos de hambruna nos dan el último envión para llegar.
Cien. La estación se alza, antigua pero brillante, sobre la última colina.
Ingresamos y dejamos el equipaje: dos mochilas de campamento, dos escolares y dos camperas. La cámara, el grabador y el anotador no se separaban de mí casi nunca. El termo y el mate, a resguardo de Magalí Watson, mi compañera de ruta.

- Un boleto para Sierra, por favor.
- $14, don.
- ¿Quedan para Menucos?
- Sí, diga.
- Entonces que sean dos.

Lejos de mi ilusa creencia, los viajeros del tren distaban mucho de ser rubios altos con acento extranjero. Para mi gran sorpresa y desilusión, los únicos turistas, los raros de ropas multicolores y miradas excéntricas, casi ingenuas, éramos nosotras dos.
¿Quién sacaría dos pasajes con tres días de anticipación en un tren que recorre la línea sur con destino final Bariloche? ¿Acaso dos turistas sacarían un boleto clase económica por la módica suma de veintinueve pesos? ¿Parecíamos rionegrinas que, sin siquiera pedirnos el documento de identidad, nos vendieron pasajes con descuentos para locales?
Salía y regresaba de mí todo el tiempo. Me hacía y respondía preguntas sin una verdadera respuesta. Todo lo que creía conocer resultaba desconocido; lo predecible, impredecible; lo que pensaba encontrar estaba perdido; lo que creía ser no lo era; lo que quería ver en otros, lo vi tristemente en mí.
¡Qué inútil humillación! Siempre criticando a ese placentero y reconocido niño en cuerpo de adulto, al que exprimen y depositan frente al monumento histórico y ante lo que no se tiene que dejar de ver si se visita ésta o aquella ciudad… éste, simplemente, era yo.
Dejé la cámara y el grabador. Corrí al baño, lavé mi cara y la sequé con mi remera blanca, dejando marcada allí a esa que no volvería a ser jamás.
Me reincorporé. Mis ideas estaban cual piñata a punto de reventar, llena de dulces y mentiras que hacían feliz a quien las recibiera.
Mi anotador, afortunadamente, había resistido al despojo. Vacié mi mente de prejuicios y pensamientos rápidamente antes que hicieran implosión: garabatos, dibujos y grafías ilegibles se derramaron en el papel como la lava de un volcán. Arranqué la hoja para que nadie, ni siquiera yo misma la leyera.
Las punzantes lanzas negras marcaron el número romano diez en un reloj antiquísimo del tamaño de una pelota de básquet.
Nos miramos. La sonrisa delataba al corazón; los nervios ahondaban el nudo en el estómago y otra vez éramos solo dos.
Un señor de avanzada edad que yacía sentado de espaldas al andén apenas se inmutó. Su sombrero marrón de duros cueros caía sobre la ceja izquierda, que enmarcaba con precisión su mirada, perdida en el horizonte. Casi no pestañeó durante la espera, ni cuando hicieron sonar la campana, ni cuando llegara…

- ¡Ahí viene el tren! –predijo un niño sin despertar la atención de sus padres.

Me acerqué al andén y no había noticias.
El viejo seguía con su mirada fija y fría, al contrario de su pesar. Llevaba camisa y pantalones. Los mismos con los que trabajó su campo que no es suyo, con los que soñó una tierra para sus nietos, con los que contrajo una artrosis irrevocable.
Claro que todo esto lo sabría horas más tarde, cuando decidí romper el silencio que hacía maleable el aire; aquel silencio del que sabe esperar, o de quien ya nada espera.

Una bocina inconfundible y un ruido de locomotoras interrumpieron mis pensamientos.

- ¡Vieron que ahí venía! –Reprochó el nene.

Me asombró su certeza. -Será que estas personas tienen un sexto sentido- pensé. Quizás era cierto aquello que me habían contado y me negaba a creer, aquel cuento de que los pueblerinos se despertaban a cualquier hora de la madrugada para ver pasar el tren porque era más que eso: un halo proveniente de otro mundo, con gente totalmente extraña que estaría dispuesta a cambiar un saludo y, con suerte, unas palabras si el tren decidiera detenerse en esos recónditos lugares salteados por los cartógrafos. Pueblos lejanos, incomunicados, marginados de la gran aldea mundializadora, con economías de subsistencia, con poco trabajo, con tantas tierras y tanto despojo, con tanta belleza aparente y tanta maldad de trasfondo.

Todo aquello que había investigado me hacía imaginar una y otra vez el viaje, aunque ya había errado en las primeras impresiones.

Veintidós y veinte. El gigante de trocha ancha salido de Viedma arribaba con poco atraso. Desfile de vagones Pullman, Restaurant y por último Turista. No uno ni dos, sino tres de éste. Agraciadamente no viajaríamos solas, ni mal acompañadas.
O eso creíamos.

El vagón superaba su capacidad máxima. No, no se debía a las vacaciones de invierno que comenzaban en Buenos Aires. (De hecho, éstas finalizaban en la Patagonia)
Ya había disipado para ese momento toda hipótesis de turismo. La clase turista, paradójicamente, no llevaba turistas.
Los asientos (mal) numerados, constaban de sillones con capacidad para tres personas cada uno. Las maletas debían caber en el portaequipajes ubicado encima de los sillones, que alojaban provisoriamente a huéspedes furtivos.
Los eventuales inconvenientes no dieron tregua: personas mal ubicadas, bolsos apretujados entre valijas descomunales y niños recostados ocupando tres cuartos de nuestros respectivos lugares.
Luego de acomodar nuestras mochilas nos ubicamos sin mayores dificultades.
Un joven con voz particular parecía el coordinador de un viaje de egresados. –Éste es porteño. Predijimos.
Cedió su asiento y en pocos minutos lo teníamos enfrente explicando su situación.
Si era porteño. O de ningún lugar, o de todos. Autodefinido como anarquista, apodado como “Sid”, el extraño personaje y los suyos nos acompañarían a lo largo y a lo ancho de nuestra travesía. Las causas y el fin, en el fondo, eran los mismos.
Enseguida supimos entender que pasaba: los niños de hasta tres años no pagan pasaje. Quedaban dos opciones: o había muchos de éstos, o sus débiles y desnutridos cuerpitos mentirían tener un par de años menos que los que sus documentos evidenciaran.

El calor de la calefacción sofocaba los cuerpos. En un lugar como este -pienso- es mejor sufrir calor que frío. En otras épocas, nos comentan, se rompe la calefacción y “el tren se convierte en una carpa con mantas y bolsas de dormir que no sabés de dónde salen, y ni hablar si el tren se para, porque el atraso que llevamos, nena, no es nada: hay viajes donde se para cuatro, cinco, hasta doce horas. ¡Una vez descarriló, nena! No nos matamos de milagro…”

La emoción y las ansias no coincidían con el cansancio de nuestros cuerpos. Así que nos levantamos y fuimos a recorrer el tren. La imagen iba cambiando como escenas de una película, quizá similar a la que estaban proyectando en ese mismo instante dentro del primer vagón: la sala de cine.
Ya en el restaurante se divisaban otras caras y, junto a ellas, otras realidades. Aquel aire mezclado con aromas elegantes y perfumes importados no coincidía con los improvisados sándwich de milanesa y mortadela de los últimos vagones. La atmósfera de murmullo constante y del simple compartir fue abruptamente cortada por sutiles ademanes y voces silenciosas. Eran los dueños de los automóviles que descansaban en la bodega del tren, ésos que dormían cómodamente en los camarotes, aquellos que iban a esquiar con sus cámaras digitales, computadoras portátiles y celulares de última generación para conectarse a Internet desde la cúspide del cerro Catedral en alguna confitería que, de todos modos, tendría WI-FI.
Bastó caminar dos vagones, abrir y cerrar cuatro puertas y sufrir dos veces el frío desacondicionado del exterior para cambiar de escenario.
Ya los nenes no se disputaban un pedacito de sillón, ni un retazo de frazada, ni un mordisco de comida. Allí no se veía compartir una botellita de agua del pico, ni sufrir sueño, hambre o aburrimiento. Las caritas no se veían sucias ni oscuras. En esta otra realidad pude ver lo que había imaginado estaciones atrás: ojos color del cielo, pieles pálidas, cabellos largos, claros y lacios. El turismo allí estaba, presente en las camionetas todo terreno, en las comodidades, en las facciones, en la abundancia y en las grandes sonrisas desafiantes y forzadas de los que allí cenaban cerca de las 23 hs., horario en el cual cerraba el turno, que aproximadamente daba lugar para que cenen unas 90 personas, número que encajaba con el lugar disponible conjuntamente en los camarotes y primera clase.
Cenamos con el gusto amargo de los precios, del humor insidioso del mesero y de los remilgos de los demás comensales. Acaso no dábamos con el target del lugar o, simplemente, no éramos dignas de cenar allí por el valor de nuestro pasaje. Claro que esto no podían saberlo, así que seguimos con nuestro sencillo, apurado y poco protocolar cometido; la función de medianoche, según las buenas lenguas, era tan puntual como un reloj suizo con cuarzo cristal.

Un hálito de paz recorrió el vagón y las luces aminoraron la visión. Las voces se consumían lentamente y la tranquilidad reinaba. Miré a mi alrededor y la situación era tan impactante como triste: condiciones infrahumanas de viaje, basura por doquier, chicos durmiendo en el piso, ruido de pancitas vacías. Pero lo más lamentable acontecía a dos vagones de distancia. La situación era la inversa; la brecha de la desigualdad crecía a medida que avanzábamos y se hacía, a cada kilómetro, más imposible de frenarla. Así es como debe andar el mundo allá afuera, a dos mil y a diez mil leguas de distancia. El tren resultaba un perfecto reflejo en pequeña escala, tan dependiente como el combustible que lo hacía funcionar, perteneciente a esas mismas tierras pero aprovechados por los de afuera.

El convoy se detuvo en Ramos Mexía y unos pocos se despabilaron. Entre ellos me encontraba yo, revisando el paisaje, en busca y evasión de leyendas rurales, luces malas y lloronas con vestidos blancos.
Enormes extensiones de tierras y estepa patagónica con vegetación perenne se repetía cuadro a cuadro.
El alto valle se extiende hasta Clemente Onelli, donde comienzan las ondulaciones y pequeños cerros, llegando a Comallo, la tierra del ladrillo. Tierra de nadie, o tierra ajena. De cualquier manera, nunca nuestra.
Busqué alguna excusa convincente para justificar la molestia de pararme y salir, victoriosa, por el pasillo. La odisea del trayecto fue aún mayor: conseguir no pisar a nadie y esquivar quien sabe qué o quien, fue mi preocupación de turno. Los baños estaban en la peor de las condiciones posibles, puesto que decidí invadir toilettes ajenos.
Crucé el restaurante evadiendo miradas delatoras y posibles cuestionamientos de mi presencia en esos lugares, a los que no podría responder y terminaría por volver a mi puesto, sin evacuar dudas, ni vejigas.
El termostato del cuerpo debería estar a alturas cercanas a provocar el derrame de mercurio en otras condiciones físicas; en este caso solo explotaron los vasos sanguíneos de mi cara completa y sentí el temor similar al de un cazador furtivo ante el fragor de un grito.
“No estoy robando, vergüenza es robar.” Entonces, en mis esfuerzos por calmarme, la puerta que permitía el acceso a la parte VIP del tren, estaba celosamente cerrada.
Con mucha bronca exclamé en voz alta que nuestras puertas estaban abiertas, pero claro ¿Quién querría ir allí?

El sol despuntaba y los párpados comenzaban a separarse. La noche había sido larga y los cuerpos dolidos delataban la incomodidad de buscar mil posiciones distintas hasta quedar dormidos.
La luz del alba nos regaló una vista maravillosa: los cerros comenzaban a desfilar alrededor de finos y congelados hilos de agua.
Llegamos a Pilcaniyeu, última parada antes del destino final.
Pequeños ranchos se divisaban a lo lejos y manitos contentas se agitaban. Lo que deseaba constatar allí estaba: dos o tres personas en las puertas de cuatro y cinco casas viéndonos pasar. Entonces bajamos. Aunque la parada era rápida y amenazaban con dejarnos, bajamos. Hablamos con la gente, los abrazamos. Nos fotografiamos junto a ellos. No paraban de alagar a su pueblo y sentirse orgullosos de ello. No parecían recordar que sus tierras eran, impunemente, propiedad de Benetton; tampoco pude precisar en pocos segundos que creían, o que les hacían creer. No pude, o no quise escuchar que era lo único que les quedaba, que si sabía de una solución, pues que la diga.
Miles y miles de kilómetros cercados y otra vez cualquiera las posee, menos ellos. Y nos muestran el convento, donde dejan a sus hijos en la semana para comer y estudiar, ya que ellos trabajan en tierras muy alejadas del pueblo y no los pueden mandar todos los días, ni alimentarlos a diario.
Me despido y maldigo los tiempos de, nuevamente, una empresa privada: Tren Patagónico S.A., otra de las tantas que predican con la palabra pero en los hechos aporta a la desigualdad y aboga por los beneficios propios; alegando en una mediocre página Web beneficios inexistentes, tiempos irreales, información desactualizada y promesas a medio cumplir.
Tres y media de la tarde. El Patagónico más austral del globo arriba a San Carlos de Bariloche con un atraso propio de la ubicación geográfica relativa y tercermundista.
Es el principio del fin. Nuestras vacaciones allí comienzan pero el viaje y las obligaciones allí terminaban. Dejamos la estación con esperanzas y melancolía. Todavía quedaba mucho por recorrer y las mochilas ya no pesaban tanto. Nos despedimos del tren y de su gente. Personas de paso en nuestras vidas pero que dejaron una marca imborrable.

Esa es la filosofía del viaje. Aunque cueste. Ese desapego a personas, paisajes, lugares y experiencias cuesta, y mucho. Así como se logra amarlos, hay que entender que se tienen distintos caminos, que por un instante y fortuitamente se tocaron, pero enseguida huyeron tangencialmente. Como el mar huraño que dejamos solo horas atrás, pero que parece una eternidad. Así son los caminantes, trotamundos y viajeros. Así seré yo cuando aprenda el arte de viajar, que, como todo arte, se aprende a partir de la experiencia y, en el fondo, con algo de talento e inspiración.

Cuestiones aquí apenas esbozadas merecen un profundo análisis y una investigación a la altura. Un viaje que había sido pensado, en un principio, como de aventura, de comunicación y de intercambio, resultó ser el germen para futuras investigaciones personales y el disparador hacia problemáticas que ahondan en la cuestión social de nuestro país.
Entendemos que el paisaje y los lugares visitados son el resultado de las relaciones que se plantean dentro de la sociedad y en relación al entorno. Este viaje nos muestra lo que existe y lo que no, las presencias y ausencias, éstas últimas de forma más evidente.
Creemos que el compromiso a cuestiones como las aquí expuestas, como la desigualdad o la expropiación, son el grano de arena que necesitamos para modelar el futuro.
Un viaje con matices distintos, con tintes de realidad y fantasía. Una experiencia que poco dista de la vida cotidiana. Será cuestión de construir, nosotros los jóvenes, el paisaje tan soñado para el país que anhelamos.


sábado, 21 de junio de 2008

Viaje a otro mundo

censurado...

jueves, 19 de junio de 2008

Destino final

Llegó temprano. Todavía no estaba listo pero tampoco notó su presencia. Trató de evadirla como quien evade al enemigo.
Ya desde la madrugada y dormido se tapó ante el frío de una ventana que nunca estuvo abierta.
Se levantó sobresaltado por la hora y entró tambaleando al baño.
Las gotas de sudor le corrían desde la coronilla, pasando por la barba para morir al fin sobre el porcelanato. No bastaban las gotas para que resbalase.
La afeitadora, reluciente y afilada lo esperaba en el vanitory. Decidió no afeitarse ese día. A pesar del calor interno, afuera corría un gélido viento pampero.
Se desvistió rápidamente y dispuso media hora reloj para su inmersión en aguas que rondaban los 30 grados centígrados.
El secador de pelo esperó, enchufado. Cuando por fin se iba a secar la maraña de rulos azabache, una voz desde abajo lo apuró a tomar el café.
Bajó con una toalla envuelta al estilo árabe y tomó tres sorbos.
El auto estaba listo para chocar en el tercer semáforo por falta de frenos.
Decidió ese día tomar un remis para no tener que estacionar porque ya era tarde.
Ya en el segundo semáforo un camión cisterna apurado tocó bocina para sobrepasar al remisero.
Lo sobrepasa, pero el tercer semáforo lo intersecta.
Frena.
La inercia hace que el acoplado continúe.
Choca con el remis.
Da media vuelta, aplasta la mitad del auto.
Si, la mitad de atrás.
Llegó temprano.
Mas no tardó en que se hiciera la hora.

lunes, 16 de junio de 2008

Por favor, perdón y gracias. (Pequeñas alteraciones que sacuden la adormecida máquina)

Lo bueno de la rutina es que brinda seguridad.
Un seguro intercambio: tranquilidad por cotidianidad. Nada nuevo bajo el sol, planes sin sobresaltos.
Viernes.
Entonces me bajo del auto y ocurre el primer hecho extraño a esas horas de la mañana, que por la oscuridad llamaría madrugada: los autos no se disputan en la vorágine del verde que dió, desafiante, el palilargo amarillo y negro.
El bondi, vacío. Me siento con inseguridad -¿Me puedo sentar? ¡Qué bien se siente! Nunca lo había hecho antes- ¿quépasaquépasóquépasará? Las tildes transpasan el umbral de mis pensamientos, retumban con fuerza en el paladar mientras la lengua impide que salgan por los labios secos, entreabiertos.
Me bajo del colectivo en Villa Adelina. ¡Ahora si, viernes puente! ¡Jaja! Nada raro, me tranquilizo. El lunes es feriado, cierto. Cierto que había que comer algo de azúcar a la mañana. Cierto que el ciclamato del edulcorante en polvo trae cáncer. Cierto que tampoco tanto azúcar es bueno.
¡Qué frío hace! Voy a cruzar la calle. Espero en la acera de la esquina de la prudencia. Pienso en mi próximo movimiento. Me aseguro que la mochila esté bien cerrada. Miro a la derecha, nada. Miro a la izquierda, tampoco. Hoy voy a decirle algo más que “Buen día; uno cuarenta, por favor”. Le voy a decir que qué frío, y que si todos se fueron de fin de semana largo afuera y nosotros nos quedamos, o qué. Finalmente, con un inocente ¿no? ó un ¿le parece? voy a pedirle su complicidad.
Cruzo, y un hombre me llama. Pienso rápido. O trato de no pensar y actuar por instinto. ¡Pará! Esto rompe con mis planes, ¡me descolocó todo en un instante! No le hablo a extraños pero el señor me llama. Creo que me saqué los auriculares, no sé con certeza. Me acerco, con miedo. Me tiende la mano. Ofrece su boleto sin usar. “No, no… gracias. Pero yo tomo el que va por Panamericana, señor. No me sirve.” Desconfío. “Es lo mismo”, me responde, casi con resignación. Su mano seguía tendida. En su rostro sentí compasión, necesidad. Me hizo un favor. Sí. Aunque yo no lo necesitara. Permití que me haga un favor. Cuando uno pide un favor en realidad le hace un favor al otro porque le otorga la posibilidad de ayudar a alguien. Lo tomé. El boleto no me servía simplemente porque era de menor valor del que yo necesitaba para ir hasta Caballito. Desconfié. No lo necesitaba. Igual acudí a su llamado. Pensé que se me habría caído algo, o que tenía la mochila abierta. Pero desconfié. No tenía ojos de baboso ni pinta de alagador, e igualmente desonfié de él. Seguramente necesitaba el peso con veinte que había malgastado en un boleto que no necesitaría dos minutos después cuando corrió desesperado luego de su obra de bien a tomar el tren que iba a Retiro o a Villa María, daba igual.
No saludé al boletero. Ni siquiera pronuncié bien mi frase hecha un-peso-con-cuarenta-por-favor.
Tampoco le comenté la desolación callejera del viernes por la mañana, que ya era mañana porque estaba clareando.
Me sentí mal. Me di vuelta y el hombre vió que desprecié su regalo al comprar otro, mi boleto. Percibió mi deconfianza y se quedó a constatarla aunque estuviera apresurado. Lo miré cruzar la calle, corriendo para tomar ese tren que nos depararía un nunca más volver a vernos. Me sentí peor. No pediría disculpas, no daría las gracias, no le podría devolver en dinero su favor. ¿Es que acaso no podemos recibir un acto de buena fe? Quizás esperó a ver si le devolvía el peso con veinte. Luego pensé, porque pude pensar. Si le contaba al boletero mi experiencia me devolvería la plata y yo bien se la hubiera entregado a su dueño. Pero no. Ese hecho que rompió con mi rutina me descolocó. No pude pensar sensatamente.
No esperaba el dinero. Tan solo y tal vez un fingido agradecimiento; hubiera subido al colectivo con ese boleto y engañar al conductor simplemente para hacer sentir bien a aquel hombre. Pero no, no soy de realizar actos de altruismo y arriesgarme a que me bajen a mitad de camino y a minutos de comenzar mi clase.
Me sentí mal por aquel hombre. Sentí pena por nosotros. ¿Cuándo volveremos a confiar, a atender un llamado, a mirar a los ojos al desconocido, a pedir por favor, perdón y gracias, a realizar un acto de buena fe, o al menos, si no sale, dejar que los otros lo hagan por nosotros?
No, no estamos listos.
Ni siquiera eso.

jueves, 5 de junio de 2008

cuatro de junio

Hoy el día brillaba aunque el sol todavía no osaba salir.
Hoy me dio gusto pedir mi boleto con una sonrisa.
Hoy me di cuenta por primera vez que las butacas del bondi son ¡naranjas!
Hoy caminé por las calles de siempre como si fuese la primera vez.
Hoy me emocionaron las palabras de la profesora, aunque siempre diga lo mismo, con distintas palabras.
Hoy sentí la felicidad de estar haciendo lo que me gusta, luego de haber decidido lo que no me gusta.
Hoy entendí que el que no arriesga, no gana.
Hoy apagué mi programa preferido de radio y leí para mi clase.
Hoy enfrenté al mundo con la verdad
Hoy me mostré tal cual soy.
Hoy soy.
Hoy.
Hoy le encontré el gusto al momento sin pensar en el mañana.
Hoy me esfuerzo para forjar el mañana.
Hoy reí, lloré, besé, abrazé, renegué, puteé, jugué, gané y perdí.
Hoy me corrió sangre por las venas.
Hoy desentoné sin miedo a ser juzgada.
Hoy vencí la mediocridad.
Hoy me enfrenté a mis fantasmas, a mis amigos, enemigos y familiares.
Hoy me miré a mi misma.
Hoy me pregunté si estoy haciendo lo que quiero, si lo que quiero es lo que debo, si lo que debo es para quién.
Hoy me pude responder que no siempre hago lo que quiero, pero que quiero lo que hago.
Hoy creo en mí.
Hoy creo.
Hoy.

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