domingo, 11 de enero de 2009

Ensayo final


Argentina: de tierra prometida a tierra de nadie



"Estos individuos, canallas y tristes, viles y soñadores simultáneamente, están atados o ligados entre sí por la desesperación. La desesperación en ellos está originada, más que por la pobreza material, por otro factor: la desorientación que ha revolucionado la conciencia de los hombres, dejándolos vacíos de ideales y
esperanzas.”
Roberto Arlt, el torturado

Históricamente, las grandes oleadas inmigratorias escapaban de la guerra, de tierras devastadas y sin futuro promisorio para las generaciones venideras. Otros eran exiliados políticos, víctimas de persecuciones ideológicas y, en menor medida, mafiosos que huían de la mafia misma.
Argentina, con sus prometedoras y confiables políticas de inmigración (las cuales intentaban promover la agricultura, la ganadería y la red de transportes, para luego industrializar el país) parecía ser la tierra prometida.
Los inmigrantes venían entonces, como comúnmente se conoce, a “hacer la América”.
Distinto fue el panorama con el que se encontraron: a pesar de la gran demanda de mano de obra para una producción agrícola-ganadera masiva, pocos fueron propietarios de tierras, fracasando así el plan de adjudicación de tierras en propiedad.
Hasta aquí, lo expuesto parece una reseña histórica sin mayores dificultades. Pero encontramos, entre líneas, un trasfondo problematizador que dará origen al sujeto de controversia: el tipo argentino. Ese sujeto producto de la multiculturización, exento de privilegios y lujos de la aristocracia: el hombre de clase media, fraguado con la inmigración a través de la participación en el proceso de aculturación dominante.
¿Qué notamos aquí, señoras y señores? Pues el primer indicio de engaño y corrupción. Suntuosas promesas enmascaradas de premios y beneficios, políticas de poblamiento adecuadas al beneficio de los grandes terratenientes, tierras prometidas con asteriscos y letra chica…
Hoy en día, casi dos siglos más tarde, la situación es la inversa, aunque las condiciones parecidas.
El argentino, hijo del barco y del crisol de razas, ese hombre de la clase media que vimos crearse, no ve la hora de irse por donde vinieron los abuelos. Ante la mínima oferta de trabajo hacen las valijas y que Dios los ampare. Los europeos, en tanto, nos miran de reojo y con desconfianza, pero no dudan en arribar en acartonados paquetes turísticos, dispuestos a vaciar la calle Murillo ante un sutil regateo (¡Encima!) y no volver sin elegantes fotografías digitales del glaciar Perito Moreno o imponentes filmaciones caseras debajo de la Garganta del diablo. Lugares que, con suerte, la clase media argentina ha podido visitar, pero ése no es su problema.
Dentro de este panorama de gran levedad y aparente falta de compromiso, se suman aquellos trabajadores de países limítrofes que escapan de paupérrimas condiciones de vida y trabajo escaso para lograr, con mucho, condiciones infrahumanas de trabajo y una vida sumida a la más feroz de las explotaciones, donde decir esclavitud suena a eufemismo.
Como si lo expuesto fuera poco, el extranjero no sólo es víctima del desarraigo y de las desventajas de su ilegalidad, sino también de una ilegitimidad insoportable. La discriminación llega a su máxima expresión: la xenofobia.
La empiria no me deja mentir: he viajado en colectivos repletos hasta el techo y he oído el brillante comentario de un patriota argentino (con una remera de los Stones y su respectiva bandera británica). “¡Yo, argentino, voy parado y estos bolitas sentados!” Eximia declaración, gran argumento, poderosa deducción. Faltaron solo los aplausos.
Caminando por las calles de Liniers y prestando un poco de atención, veremos vecinos del barrio reclamando en su discurso cotidiano por su antiguo lugar, limpio de oscuras caras sudorosas, arrebatos de peruanos y talleres textiles ilegales, que hacen ruido toda la noche y no dejan dormir…
Rescato la convicción con que lo dicen, como si fueran poseedores de una verdad absoluta, irrefutable, evidente. Declaran la situación como urgente, suerte de “cuestión social” en tiempos pretéritos. Más que una cuestión social, parecería un problema racial, una vuelta a ideologías neonazis pronunciadas por personas sin borceguíes ni cabezas rapadas…
Los más arriesgados acusan en voz baja una invasión inminente, un robo descarado de fuente de trabajo y sueldos denigrados por su culpa.
Ahora bien, tengamos bien en claro que ninguno de nosotros aceptaría trabajar a destajo, en tales condiciones ni por esa módica suma de pesos, ¿O sí?
¿Acaso todos los que huyeron hacia mejores horizontes trabajan de lo que quisieran?
La experiencia demuestra lo contrario: miles de argentinos realizan tareas que nunca habían (ni hubieran) realizado en sus vidas, tales como limpiar vidrios y retretes, lavar copas o sonreír hipócritamente por algunos centavos de euro…
En mi sincera opinión, no elegimos. Aunque creemos hacerlo. Y decidimos el camino de nuestros hijos antes que ellos puedan hacerlo. No solo nos involucramos a nosotros mismos en esta vorágine de exportación, sino que les enseñamos a hablar inglés, a mirar como franceses y a pensar como yanquis. Les imponemos una cultura impropia, comprada en un todo por dos pesos por menos que eso. Solo basta con unas horas de televisión y un cursito de informática. Unos años más tarde, los obligamos a elegir una carrera cuyo título valga afuera y sin su consentimiento les otorgamos una ciudadanía que no casualmente coincida con la de sus abuelos.
Aprendemos y enseñamos a repetir que no queremos a nuestro país, pero tampoco nos gusta que lo ocupen otros sudacas peores que nosotros.
Idolatramos a Europa. Queremos ser como ellos: venir de visita sin compromisos, vaciar las tiendas del shopping y volver al cabo de un mes. Pero claro, una vez allá entramos a Internet, nos enteramos por el periódico on-line de los problemas argentinos y nos afligimos vía satelital de la crisis, el hambre y la corrupción. O escuchamos la radio que tanto extrañamos y si podemos llamamos para contar lo bien que nos está yendo afuera, pero lo mucho que extrañamos los asados y el dulce de leche. ¿Si volverían, si es mejor aquí o allá? Preguntas que el locutor repite sin obtener una respuesta concreta.
Mientras nosotros armamos este juego, existen personas que aceptarían orgullosas forjar un futuro en estos suelos. Pero nos da miedo. Y ante él reaccionamos con violencia e injuria: eso se decodifica física y verbalmente como racismo.
No hablo de gringos con adiposas billeteras atiborradas de eurodólares; me refiero a esos hermanos latinoamericanos con una actitud férrea y envidiable ante el trabajo, que no miran a los ojos por temor al rechazo, que desconocen los pocos derechos que poseen y no se atreven a denunciar la discriminación a la que se someten con repugnante resignación, como si fuera parte del eterno peaje que deben pagar simplemente por seguir un camino que los conduzca a quién sabe qué quimera.
En este contexto, Argentina parece ser parte del itinerario de muchos, pero transitoriamente.
Lindos paisajes, climas de variedad, módicos precios, gente eventualmente amable, solidaria y sociable y una gran fuente de trabajo con sueldos no tan felices como sus turistas.
Pero como dijimos anteriormente, es temporal. Una parada más en el largo camino hacia la realización de la vida; pocas veces, el lugar elegido para terminar nuestros días.
Que el viaje sea un camino de descubrimiento y encuentro hacia lo que queremos ser y no un mero punto de llegada, es acertado. Pero que sea un retroceso, un discurso comprado de la boca para afuera y una falta de memoria es mediocre, retrógrado y miserable.
Nos quedan dos opciones: la simple y la compleja. O bien miramos para un costado como si nada estuviese pasando, seguimos escupiendo para arriba y esquivando mojarnos, echándole la culpa al de arriba, al de abajo y al de afuera, o bien nos comprometemos y asumimos de una vez por todas nuestras obligaciones, porque en cada acción y en cada palabra estamos escribiendo ese camino que conduce el viaje de la vida.
No es decisión menor la recién planteada, su elección definirá el tipo de suelo que estaremos pisando: si la tierra prometida de nuestros abuelos o la tierra de nadie que hemos, sin querer, surcado.


Vanesa Donisi, 2008.

1 comentario:

s.e.b. dijo...

Volví a internet =9), ninia tanto tiempo espero que pases lindas vacaciones. Nos estamos cruzando por los pasillos =)beso

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